MUMBAI, INDIA.- Al estilo de las viejas historias de piratas, un comando de extremistas desembarcó en varias lanchas rápidas en las costas de Mumbai, India, sin ser detectados por las fuerzas de seguridad locales, y atacó al menos siete objetivos del corazón comercial del país, acción que dejó alrededor de 100 muertos y 250 personas heridas.
Poco antes había desaparecido el buque pesquero Kuber, que al parecer fue el barco madre que dio a luz a las lanchas inflables que trajeron consigo tres días de miedo y desolación entre el miércoles 26 y el sábado 29 de noviembre. Aunque seguramente el capitán del Kuber, de apenas 30 años de edad, pudo ver a parte del comando tomar control de su nave, la muerte le impidió describirlos ante la policía y el ejército. Según información de The Times of India, su cuerpo fue hallado en el barco y aún están desaparecidos cuatro miembros de su tripulación.
Pero no todos los terroristas llegaron por mar. Medios informativos locales reportaron que uno de los atacantes aprehendidos declaró que algunos de los miembros de su grupo habían permanecido agazapados en hoteles por cuatro días. Ahí almacenaron las armas y las municiones, repasaron el plan, recibieron instrucciones, salieron a las calles, con los rifles de asalto y los explosivos en ristre, para librar una batalla cuyos motivos aún no quedan claros.
Los que llegaron a la playa fueron avistados por un pescador, Prasan Danhur, quien alistaba su bote para salir a pescar la noche del miércoles, cuando vio a cerca de diez hombres jóvenes, vestidos con jeans y camisetas, venir en una lancha inflable con motor Yamaha, la cual casi choca con él. Al llegar cerca del muelle, se quitaron los chalecos salvavidas y cargaron sus mochilas. En tanto, un oficial a cargo del puerto se aproximó a ellos y les preguntó qué llevaban en sus mochilas. La respuesta lo dejó sin palabras: “No queremos llamar la atención de nadie. Sólo no nos moleste”.
Y nadie los molestó en su camino hacia la estación de trenes; ningún policía o soldado los detuvo. Llegaron a la bella estación de trenes Chhitrapati Shivaji, mezcla de palacio victoriano y catedral europea, adonde rociaron sus balas ante el estupor de los viajeros, cuyas maletas y zapatos quedaron regados por el piso, como testimonio de la masacre.
Después se dirigieron al Café Leopold, fundado en 1871 y de gran atracción para los turistas. Muchos de ellos, quienes daban sorbos a sus tés y charlaban de la familia, de los negocios, de los contrastes de la gran India, perdieron ahí la vida. Un zapato de mujer ensangrentado quedó solitario sobre la banqueta frente al lugar.
En su trayecto, los terroristas dispararon indiscriminadamente sobre la gente en el Metro Cinema, en los hospitales Gokuldas Tejpal y Cama and Abless, así como en una estación de policía. No había poder que los detuviera; el factor sorpresa parecía ser su fuerza.
Pero lo peor estaba por venir. El barullo alegre de la hora de la cena se vio interrumpido en los hoteles Oberoi y Taj Majal Palace and Tower. “Queremos que liberen a todos los mujaidines (milicianos de la guerra santa islámica) que están presos en India. Sólo después de eso, dejaremos libres a la gente”, gritó uno de los extremistas.
Algunos de los huéspedes, incluidos un par de miembros del Parlamento Europeo se acuartelaron en sus habitaciones y llamaron por celular a los medios. Explosiones, y tronidos parecidos a fuegos artificiales, el martilleo de los rifles Kalashnikov, los mantuvieron en un temblor incesante.
Tres días duró el infierno, hasta que el ejército y la policía anunció el sábado por la mañana que había acabado con los últimos tres mujaidines. Según oficiales de inteligencia y contrainteligencia de Estados Unidos e India, se sospechaba de los grupos Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Muhamad. Hasta ahora, no se ha podido comprobar.
Tras una serie de recriminaciones de India contra Pakistán, países en disputa por el territorio de Cachemira y con un arsenal nuclear de considerable tamaño, la temperatura diplomática bajó cuando el martes pasado, el ministro de relaciones exteriores indio, Pranab Mukherjee, aclaró al Kashmir Times que no estaba entre los planes de su país un ataque armado contra Pakistán. Sin embargo, informó que se hizo llegar una nota de protesta a este país para exigir el apoyo para acabar con los grupos terroristas que se entrenan en territorio pakistaní.
Y aunque las aves vuelven a sobrevolar las cúpulas del hotel Taj Mahal Palace and Tower y la azotea del centro judío Chabad-Luvavitch en Nariman House —también atacado por los terroristas—, el humo, los gritos, las explosiones, los cuerpos que caían a diestra y siniestra y el encierro permanecerán en la piel y en las entrañas de decenas de rehenes rescatados. No fue éste el primer ataque en Mumbai (la vieja Bombay de Salgari, sus piratas y Sandokan); pero, indudablemente, sí ha sido el peor. Ni Cristo crucificado, ni Alá, ni los miles de dioses hindúes, ni siquiera Obama ni Osama, podrán borrarlo de sus mentes.
Poco antes había desaparecido el buque pesquero Kuber, que al parecer fue el barco madre que dio a luz a las lanchas inflables que trajeron consigo tres días de miedo y desolación entre el miércoles 26 y el sábado 29 de noviembre. Aunque seguramente el capitán del Kuber, de apenas 30 años de edad, pudo ver a parte del comando tomar control de su nave, la muerte le impidió describirlos ante la policía y el ejército. Según información de The Times of India, su cuerpo fue hallado en el barco y aún están desaparecidos cuatro miembros de su tripulación.
Pero no todos los terroristas llegaron por mar. Medios informativos locales reportaron que uno de los atacantes aprehendidos declaró que algunos de los miembros de su grupo habían permanecido agazapados en hoteles por cuatro días. Ahí almacenaron las armas y las municiones, repasaron el plan, recibieron instrucciones, salieron a las calles, con los rifles de asalto y los explosivos en ristre, para librar una batalla cuyos motivos aún no quedan claros.
Los que llegaron a la playa fueron avistados por un pescador, Prasan Danhur, quien alistaba su bote para salir a pescar la noche del miércoles, cuando vio a cerca de diez hombres jóvenes, vestidos con jeans y camisetas, venir en una lancha inflable con motor Yamaha, la cual casi choca con él. Al llegar cerca del muelle, se quitaron los chalecos salvavidas y cargaron sus mochilas. En tanto, un oficial a cargo del puerto se aproximó a ellos y les preguntó qué llevaban en sus mochilas. La respuesta lo dejó sin palabras: “No queremos llamar la atención de nadie. Sólo no nos moleste”.
Y nadie los molestó en su camino hacia la estación de trenes; ningún policía o soldado los detuvo. Llegaron a la bella estación de trenes Chhitrapati Shivaji, mezcla de palacio victoriano y catedral europea, adonde rociaron sus balas ante el estupor de los viajeros, cuyas maletas y zapatos quedaron regados por el piso, como testimonio de la masacre.
Después se dirigieron al Café Leopold, fundado en 1871 y de gran atracción para los turistas. Muchos de ellos, quienes daban sorbos a sus tés y charlaban de la familia, de los negocios, de los contrastes de la gran India, perdieron ahí la vida. Un zapato de mujer ensangrentado quedó solitario sobre la banqueta frente al lugar.
En su trayecto, los terroristas dispararon indiscriminadamente sobre la gente en el Metro Cinema, en los hospitales Gokuldas Tejpal y Cama and Abless, así como en una estación de policía. No había poder que los detuviera; el factor sorpresa parecía ser su fuerza.
Pero lo peor estaba por venir. El barullo alegre de la hora de la cena se vio interrumpido en los hoteles Oberoi y Taj Majal Palace and Tower. “Queremos que liberen a todos los mujaidines (milicianos de la guerra santa islámica) que están presos en India. Sólo después de eso, dejaremos libres a la gente”, gritó uno de los extremistas.
Algunos de los huéspedes, incluidos un par de miembros del Parlamento Europeo se acuartelaron en sus habitaciones y llamaron por celular a los medios. Explosiones, y tronidos parecidos a fuegos artificiales, el martilleo de los rifles Kalashnikov, los mantuvieron en un temblor incesante.
Tres días duró el infierno, hasta que el ejército y la policía anunció el sábado por la mañana que había acabado con los últimos tres mujaidines. Según oficiales de inteligencia y contrainteligencia de Estados Unidos e India, se sospechaba de los grupos Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Muhamad. Hasta ahora, no se ha podido comprobar.
Tras una serie de recriminaciones de India contra Pakistán, países en disputa por el territorio de Cachemira y con un arsenal nuclear de considerable tamaño, la temperatura diplomática bajó cuando el martes pasado, el ministro de relaciones exteriores indio, Pranab Mukherjee, aclaró al Kashmir Times que no estaba entre los planes de su país un ataque armado contra Pakistán. Sin embargo, informó que se hizo llegar una nota de protesta a este país para exigir el apoyo para acabar con los grupos terroristas que se entrenan en territorio pakistaní.
Y aunque las aves vuelven a sobrevolar las cúpulas del hotel Taj Mahal Palace and Tower y la azotea del centro judío Chabad-Luvavitch en Nariman House —también atacado por los terroristas—, el humo, los gritos, las explosiones, los cuerpos que caían a diestra y siniestra y el encierro permanecerán en la piel y en las entrañas de decenas de rehenes rescatados. No fue éste el primer ataque en Mumbai (la vieja Bombay de Salgari, sus piratas y Sandokan); pero, indudablemente, sí ha sido el peor. Ni Cristo crucificado, ni Alá, ni los miles de dioses hindúes, ni siquiera Obama ni Osama, podrán borrarlo de sus mentes.
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