Un chico y una chica coinciden en un puente de Praga. Son jóvenes, él apuesto y arriesgado, un desertor de la aviación checa; y ella tímida y cándida, una estudiante sin pretensiones políticas. Se conocen de hace tiempo, conversan un poco, se cuentan cosas triviales. Antes de despedirse él le confiesa que está trabajando en secreto para los Estados Unidos y le pide un favor. Es 1950 y el comunismo aletea sobre ellos como un gigantesco avechucho amenazador. Ella cumple con el favor que le promete al amigo, pero comete un gravísimo error: le cuenta a su novio que el muchacho es un espía. Y entonces el avechucho, con las garras dispuestas, se abate contra éste. Medio siglo después el mundo sabría que la responsabilidad gravitante de este caso fue la de un escritor famoso.
La historia, sacada de la vida real, parece el conflicto literario de una de las novelas de espionaje tan de moda por entonces. Los personajes tienen nombres: el espía se llama Miroslav Dvoracek; la bella ingenua se llama Iva Militka; el novio se llama Miroslav Dlask; y el escritor implicado es nadie menos que Milan Kundera, amigo de los últimos. El encuentro del puente marcará para siempre sus vidas. El espía Dvoracek es detenido y sentenciado a muerte. Felizmente, la pena le es conmutada a 21 años de prisión en los campos de concentración de Pribram, donde realiza trabajos forzados en las minas de uranio durante 14 años. Esos mismos personajes ahora ya no son los jóvenes apuestos de los cincuenta: bordean los ochenta años, algunos son famosos y otros han muerto, y grandes culpas pesan sobre ellos.
La pobre Iva ha vivido muchas décadas con un cargo de conciencia atroz, culpándose por abrir la bocota y con la duda de si fue su marido o el amigo del marido el delator. Pero hace poco un documento de la policía checa ha sacado a la luz que en realidad fue el escritor Milan Kundera quien delató a Dvoracek. Ahora que ha surgido el documento, ella se siente más tranquila. Quien no puede dormir en paz, seguramente, es el propio Kundera.
No es la primera vez. El nobel Günter Grass también probó el amargor de las confesiones tardías. A punto de cumplir los 80 años, reveló haber servido en las Waffen-SS de Hitler a los 17 años, desencadenando una fusilería de comentarios y sindicaciones.
Pasó lo mismo con el arzobispo norteamericano Valerian Trifa, escritor católico, a quien en 1984 pusieron en evidencia su verdadera identidad: un temible nazi que cometió los más horrorosos crímenes de guerra contra la comunidad judía rumana durante la ocupación socialnacionalista.
O el caso del famoso cantautor Jaromír Nohavica, célebre por haber luchado contra el régimen comunista, pero en realidad colaborador de la policía del Estado.
¿Hasta qué punto es imperdonable la actitud personal de un artista en decisiones que al parecer marcan sus pasados? Estos casos despliegan el debate sobre la humanidad de estos hombres que no son de papel, sino de carne y hueso.
El análisis habría que hacerlo con un único catalejo: el de la naturaleza común del hombre. Y empezasmoa afirmando categóricamente que esta actitud responde a la más primitiva condición humana. Los autores famosos, los héroes de la sociedad, antes que artistas son seres humanos. Y todos estamos regidos por nuestra condición de mortales y tomamos decisiones según nuestras situaciones personales o sociales que cambian con los tiempos. Por ejemplo, en el caso Kundera, se vivía los años 50 y entonces la delación era una de las formas de vida más cotidianas: quien no delataba al enemigo, era cómplice, delinquía con el estado y consigo mismo. Al menos eso es lo que el sistema había concienciado en la gente. Algo así como no delatar hoy a un musulmán sospechoso en una estación de ferrocarriles. Kundera seguramente tuvo miedo. Y delató. No quería hacerse problemas. Hoy lo niega todo. Y dice que es una patraña. Hay incluso quienes afirman que es un artilugio montado para catapultar la venta de sus libros que se habían venido a menos. Pero le bastaría con decir que fue asaltado por el temor, por el miedo, que es un hombre como nosotros. Como fuere, Kundera ha vuelto a la cresta de la ola y su actitud, o sus miedos, o sus debilidades políticas no afectan en absoluto su obra literaria. Es solo un hombre que muestra un instante de vacilación en su larga vida. Vargas Llosa lo ha dicho en otras palabras: “En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo”.
A partir de esto, ya no leeremos más al héroe Kundera, sino al ser humano, al más pedestre, al que se parece a nosotros. Y buscaremos en sus textos no ya los soflamados diálogos de la enigmática Teresa contra el sistema, sino la voz susurrante del temor, de la sospecha, de las desconfianzas de un autor que un día actuó como nosotros mismos actuaríamos en situaciones como esas. El miedo, señores, además de entretener, también ilustra, alecciona, orienta y escribe lecciones con fuego.
La historia, sacada de la vida real, parece el conflicto literario de una de las novelas de espionaje tan de moda por entonces. Los personajes tienen nombres: el espía se llama Miroslav Dvoracek; la bella ingenua se llama Iva Militka; el novio se llama Miroslav Dlask; y el escritor implicado es nadie menos que Milan Kundera, amigo de los últimos. El encuentro del puente marcará para siempre sus vidas. El espía Dvoracek es detenido y sentenciado a muerte. Felizmente, la pena le es conmutada a 21 años de prisión en los campos de concentración de Pribram, donde realiza trabajos forzados en las minas de uranio durante 14 años. Esos mismos personajes ahora ya no son los jóvenes apuestos de los cincuenta: bordean los ochenta años, algunos son famosos y otros han muerto, y grandes culpas pesan sobre ellos.
La pobre Iva ha vivido muchas décadas con un cargo de conciencia atroz, culpándose por abrir la bocota y con la duda de si fue su marido o el amigo del marido el delator. Pero hace poco un documento de la policía checa ha sacado a la luz que en realidad fue el escritor Milan Kundera quien delató a Dvoracek. Ahora que ha surgido el documento, ella se siente más tranquila. Quien no puede dormir en paz, seguramente, es el propio Kundera.
No es la primera vez. El nobel Günter Grass también probó el amargor de las confesiones tardías. A punto de cumplir los 80 años, reveló haber servido en las Waffen-SS de Hitler a los 17 años, desencadenando una fusilería de comentarios y sindicaciones.
Pasó lo mismo con el arzobispo norteamericano Valerian Trifa, escritor católico, a quien en 1984 pusieron en evidencia su verdadera identidad: un temible nazi que cometió los más horrorosos crímenes de guerra contra la comunidad judía rumana durante la ocupación socialnacionalista.
O el caso del famoso cantautor Jaromír Nohavica, célebre por haber luchado contra el régimen comunista, pero en realidad colaborador de la policía del Estado.
¿Hasta qué punto es imperdonable la actitud personal de un artista en decisiones que al parecer marcan sus pasados? Estos casos despliegan el debate sobre la humanidad de estos hombres que no son de papel, sino de carne y hueso.
El análisis habría que hacerlo con un único catalejo: el de la naturaleza común del hombre. Y empezasmoa afirmando categóricamente que esta actitud responde a la más primitiva condición humana. Los autores famosos, los héroes de la sociedad, antes que artistas son seres humanos. Y todos estamos regidos por nuestra condición de mortales y tomamos decisiones según nuestras situaciones personales o sociales que cambian con los tiempos. Por ejemplo, en el caso Kundera, se vivía los años 50 y entonces la delación era una de las formas de vida más cotidianas: quien no delataba al enemigo, era cómplice, delinquía con el estado y consigo mismo. Al menos eso es lo que el sistema había concienciado en la gente. Algo así como no delatar hoy a un musulmán sospechoso en una estación de ferrocarriles. Kundera seguramente tuvo miedo. Y delató. No quería hacerse problemas. Hoy lo niega todo. Y dice que es una patraña. Hay incluso quienes afirman que es un artilugio montado para catapultar la venta de sus libros que se habían venido a menos. Pero le bastaría con decir que fue asaltado por el temor, por el miedo, que es un hombre como nosotros. Como fuere, Kundera ha vuelto a la cresta de la ola y su actitud, o sus miedos, o sus debilidades políticas no afectan en absoluto su obra literaria. Es solo un hombre que muestra un instante de vacilación en su larga vida. Vargas Llosa lo ha dicho en otras palabras: “En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo”.
A partir de esto, ya no leeremos más al héroe Kundera, sino al ser humano, al más pedestre, al que se parece a nosotros. Y buscaremos en sus textos no ya los soflamados diálogos de la enigmática Teresa contra el sistema, sino la voz susurrante del temor, de la sospecha, de las desconfianzas de un autor que un día actuó como nosotros mismos actuaríamos en situaciones como esas. El miedo, señores, además de entretener, también ilustra, alecciona, orienta y escribe lecciones con fuego.
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