Construir una reputación puede costar toda una vida y a veces más, pero sepultarla en el fango es cuestión de unas cuantas líneas fundamentadas en una insoportable levedad de pruebas.
Parecería una broma afirmar que Milan Kundera, acérrimo crítico del totalitarismo comunista en Checoslovaquia, fue colaborador del mismo sistema que tanto ha criticado a través de su narrativa y artículos. Es tan ridículo como los personajes de algunos de sus cuentos de amor. Sólo bastó un documento publicado por el Instituto para el Estudio de los Regímenes Totalitarios, con sede en Praga, para generar una polarización entre quienes defienden al autor Checo nacionalizado francés y aquellos que lo denuestan por su presunta hipocresía.
Nadie parece reparar en que este documento, en el cual se menciona que el supuesto espía anticomunista Miroslav Dvoracek fue aprehendido y condenado a 14 años de trabajos forzados debido a la delación de Kundera en los años 50, ni siquiera ostenta la firma del novelista y resulta difícil comprobar que él fue el verdadero delator.
Se antoja como una irresponsabilidad el que los investigadores checos que hallaron este documento lo hayan publicado en octubre pasado sin confrontarlo con las declaraciones de testigos ni con otras fuentes documentales. Claro, muchos de ellos, como el policía que menciona al autor de La despedida en el reporte secreto, ya han muerto; pero aún así debieron agotar todas las instancias y archivos posibles para así tener todos los pelos de la burra en la mano y poder afirmar que era parda. Pero no lo hicieron; simplemente lo arrojaron como chuleta a los leones de los medios y muchos de ellos se la tragaron de una tarascada. Lo peor fue que ninguno de ellos buscó hacer su tarea para evitar el linchamiento de un escritor respetado en tantos círculos y cuya obra se cuenta entre una de las más esclarecedoras y representativas de la segunda posguerra.
Achacarle a Kundera la injusticia contra Dvoracek sería tanto como acusar a Pablo Neruda de los crímenes de Stalin por haberse colocado en el espectro de la izquierda revolucionaria y haber apoyado al Estado soviético en lo qué el consideraba positivo para el progreso de los países del Tercer Mundo, entre ellos su querido Chile; o sería como decir que Günther Grass vivió siempre en la mentira al no mencionar antes que fue parte de las juventudes hitlerianas. En la alemania nazi, casi nadie pudo dejar de serlo oficialmente, a pesar de que muchos de ellos —y no dudo de que Grass también lo haya hecho— se inconformaron en silencio y condenaron la megalomanía de Hitler y sus métodos.
Parece como si The Crucible (en español, Las brujas de Salem), de Arthur Miller, se estuviese representando en el escenario de una sociedad cuyos medios de comunicación se encuentran más interesados en cubrir la cuota de hombres y mujeres colgados que en llamar a su público a la cordura.
Parecería una broma afirmar que Milan Kundera, acérrimo crítico del totalitarismo comunista en Checoslovaquia, fue colaborador del mismo sistema que tanto ha criticado a través de su narrativa y artículos. Es tan ridículo como los personajes de algunos de sus cuentos de amor. Sólo bastó un documento publicado por el Instituto para el Estudio de los Regímenes Totalitarios, con sede en Praga, para generar una polarización entre quienes defienden al autor Checo nacionalizado francés y aquellos que lo denuestan por su presunta hipocresía.
Nadie parece reparar en que este documento, en el cual se menciona que el supuesto espía anticomunista Miroslav Dvoracek fue aprehendido y condenado a 14 años de trabajos forzados debido a la delación de Kundera en los años 50, ni siquiera ostenta la firma del novelista y resulta difícil comprobar que él fue el verdadero delator.
Se antoja como una irresponsabilidad el que los investigadores checos que hallaron este documento lo hayan publicado en octubre pasado sin confrontarlo con las declaraciones de testigos ni con otras fuentes documentales. Claro, muchos de ellos, como el policía que menciona al autor de La despedida en el reporte secreto, ya han muerto; pero aún así debieron agotar todas las instancias y archivos posibles para así tener todos los pelos de la burra en la mano y poder afirmar que era parda. Pero no lo hicieron; simplemente lo arrojaron como chuleta a los leones de los medios y muchos de ellos se la tragaron de una tarascada. Lo peor fue que ninguno de ellos buscó hacer su tarea para evitar el linchamiento de un escritor respetado en tantos círculos y cuya obra se cuenta entre una de las más esclarecedoras y representativas de la segunda posguerra.
Achacarle a Kundera la injusticia contra Dvoracek sería tanto como acusar a Pablo Neruda de los crímenes de Stalin por haberse colocado en el espectro de la izquierda revolucionaria y haber apoyado al Estado soviético en lo qué el consideraba positivo para el progreso de los países del Tercer Mundo, entre ellos su querido Chile; o sería como decir que Günther Grass vivió siempre en la mentira al no mencionar antes que fue parte de las juventudes hitlerianas. En la alemania nazi, casi nadie pudo dejar de serlo oficialmente, a pesar de que muchos de ellos —y no dudo de que Grass también lo haya hecho— se inconformaron en silencio y condenaron la megalomanía de Hitler y sus métodos.
Parece como si The Crucible (en español, Las brujas de Salem), de Arthur Miller, se estuviese representando en el escenario de una sociedad cuyos medios de comunicación se encuentran más interesados en cubrir la cuota de hombres y mujeres colgados que en llamar a su público a la cordura.
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