Difícil olvidarlo: 15 de septiembre de 2008. Mauricio, mi asesor financiero en el Citibank me llamó a primera hora. “El banco nos pidió citar a todos los inversionistas para que replanteen lo más pronto posible su portafolio”. -No entiendo ¿Qué pasó?
“¿No está viendo CNN? El banco de inversión Lehman Brothers se declaró en bancarrota, la Reserva Federal de Estados Unidos está en emergencia, el Dow Jones cayó 160 puntos”. -¿Y eso qué significa? “Que estamos en una crisis grave. Nunca había bajado tanto desde los atentados del 11 de septiembre. El sistema financiero necesita 700 mil millones para no colapsar”. -¿Perdí mi dinero? “No, pero es mejor que venga personalmente para que charlemos”.
Me acababa de soltar una noticia mundial y, por primera vez en mi vida, no corrí hacia el periódico sino hacia el banco, a defender mis intereses. Llegué asustado a la Avenida Chile, el atractivo centro financiero de Bogotá. Allí está la oficina principal del Citibank. En el primer piso reclaman “regalitos” quienes usan la tarjeta de crédito de manera compulsiva. El segundo es para los ahorradores de a pie. El tercero es el de los “adinerados”, los clientes Citigold como yo. No se sube por escaleras sino por ascensor privado. Lo reciben a uno con café de primera calidad, lo invitan a sentarse en una poltrona. Al frente hay una pantalla plana gigante que actualiza al instante los indicadores de las principales bolsas del mundo. La decoración es retro. Hay retratos en blanco y negro que muestran personas en estado de relajación. Se ven seguras, dichosas, disfrutan de la vida. La primera vez que subí me dije: Después de tanto trabajo, este es el nivel que me merezco. Recuerdo que estaba entre el gentío del segundo piso y Mauricio me convenció de que con el dinero que tenía podía abrir un pequeño portafolio de inversiones. -¿Cuánto tengo que arriesgar? 25 mil dólares, el mínimo requerido para tener derecho a subir al tercer piso. Parecía fácil. Sólo era cuestión de escoger los fondos de inversión indicados, sacarle el jugo a la globalización. ‘No dejar todos los huevos en una sola canasta’. Un porcentaje en bonos del gobierno americano, otro en acciones farmaceúticas, algunas más en no sé qué de la isla de Bermuda, en fin, al cabo de un año podía ganar un 30 por ciento más de la inversión. No volví a usar tarjetas azules sino doradas. Mi nombre está escrito en relieve y al lado la NY de Nueva York. Podía sacar dólares de los cajeros. Veía en el noticiero a los poderosos tocando la campanita de apertura en Wall Street y me sentía parte de ese club.
Todo parecía ir sobre ruedas hasta este lunes negro. Caras de amargura. Nadie estaba sentado en las poltronas. No pedí café sino agua aromática. Mauricio, el hombre amable y calmado, apareció en actitud agitada. Me invitó a pasar a uno de los reservados, una oficina desde la que podíamos llamar a Nueva York, a Miami o a donde fuera para mover la inversión a conveniencia. Traía dos hojas en la mano. Era el estado de mi cuenta. Había perdido el 25 por ciento de los ahorros de toda mi vida en una sola mañana. No pronuncié palabra por un momento. “Como su inversión es pequeña sus pérdidas son menores”, intentó consolarme Mauricio. No sabía si desahogar mi indignación contra él o contra los malditos cuadros. Por dentro me maldecía por haber caído en la tentación, por dármelas de rico. Recompusimos el paquete para no seguir perdiendo al mismo ritmo. En algún momento le dije a Mauricio que quería retirar como fuera lo que me quedaba, pero él me explicó que no debía hacerlo antes de cinco años, que eso implicaba penalidades grandes, que era mejor esperar a que la crisis cediera.
Salí deprimido, no bajé por el ascensor sino por la escalera. La gente del segundo piso hacía fila. La envidié. La del primer nivel salía feliz con su sanduchera. Yo me fui sin nada.
Nunca antes le había prestado atención al secretario del Tesoro de los Estados Unidos. Ahora tengo pesadillas con los ojos desorbitados de Henry Paulson. El calvo huye con mi dinero y no logro alcanzarlo por más que corro.
Ya es noviembre. Las últimas noticias hablan de la crisis del Citigroup, de miles de despidos en sus oficinas en un centenar de países, de su posible venta. Llamo a Mauricio. Le digo que quiero retirar lo que quede antes de que caiga también el gran banco de Nueva York desde 1812. ¡Admite pérdidas de diez mil millones de dólares!, le insisto. Me pide calma, ¡que aguante hasta Año Nuevo!
Lo confieso: Todos los días me levanto, pongo CNN y cruzo los dedos para que la economía gringa se recupere. El panorama internacional no cambia. En las calles de Bogotá tampoco. Se encienden y apagan las luces de Navidad. Los caminantes no dejan de hablar de la quiebra de miles de codiciosos por cuenta de las llamadas ‘pirámides’, bancos piratas que prometían duplicar los ahorros en cuestión de meses. Se les ve defraudados aunque la mayoría conscientes del riesgo que corrían. En cambio yo me sentía infalible. Apenas ahora leo que el Nobel de economía, Paul Krugman, había advertido cuatro años atrás que los especuladores estaban inflando las bolsas del mundo y que un día iban a explotar. “La crisis será cruel, brutal y larga”, se ufana ahora. Sal a la herida. ¡Saramago, mi escritor de cabecera, se burla en las páginas del diario en el que trabajo!: “Quienes leyeron ‘Ensayo sobre la ceguera’, tal vez abrieron los ojos para ver lo fundamental”. Les juro que leí la novela con esmero y eso me hace sentir más idiota.
“¿No está viendo CNN? El banco de inversión Lehman Brothers se declaró en bancarrota, la Reserva Federal de Estados Unidos está en emergencia, el Dow Jones cayó 160 puntos”. -¿Y eso qué significa? “Que estamos en una crisis grave. Nunca había bajado tanto desde los atentados del 11 de septiembre. El sistema financiero necesita 700 mil millones para no colapsar”. -¿Perdí mi dinero? “No, pero es mejor que venga personalmente para que charlemos”.
Me acababa de soltar una noticia mundial y, por primera vez en mi vida, no corrí hacia el periódico sino hacia el banco, a defender mis intereses. Llegué asustado a la Avenida Chile, el atractivo centro financiero de Bogotá. Allí está la oficina principal del Citibank. En el primer piso reclaman “regalitos” quienes usan la tarjeta de crédito de manera compulsiva. El segundo es para los ahorradores de a pie. El tercero es el de los “adinerados”, los clientes Citigold como yo. No se sube por escaleras sino por ascensor privado. Lo reciben a uno con café de primera calidad, lo invitan a sentarse en una poltrona. Al frente hay una pantalla plana gigante que actualiza al instante los indicadores de las principales bolsas del mundo. La decoración es retro. Hay retratos en blanco y negro que muestran personas en estado de relajación. Se ven seguras, dichosas, disfrutan de la vida. La primera vez que subí me dije: Después de tanto trabajo, este es el nivel que me merezco. Recuerdo que estaba entre el gentío del segundo piso y Mauricio me convenció de que con el dinero que tenía podía abrir un pequeño portafolio de inversiones. -¿Cuánto tengo que arriesgar? 25 mil dólares, el mínimo requerido para tener derecho a subir al tercer piso. Parecía fácil. Sólo era cuestión de escoger los fondos de inversión indicados, sacarle el jugo a la globalización. ‘No dejar todos los huevos en una sola canasta’. Un porcentaje en bonos del gobierno americano, otro en acciones farmaceúticas, algunas más en no sé qué de la isla de Bermuda, en fin, al cabo de un año podía ganar un 30 por ciento más de la inversión. No volví a usar tarjetas azules sino doradas. Mi nombre está escrito en relieve y al lado la NY de Nueva York. Podía sacar dólares de los cajeros. Veía en el noticiero a los poderosos tocando la campanita de apertura en Wall Street y me sentía parte de ese club.
Todo parecía ir sobre ruedas hasta este lunes negro. Caras de amargura. Nadie estaba sentado en las poltronas. No pedí café sino agua aromática. Mauricio, el hombre amable y calmado, apareció en actitud agitada. Me invitó a pasar a uno de los reservados, una oficina desde la que podíamos llamar a Nueva York, a Miami o a donde fuera para mover la inversión a conveniencia. Traía dos hojas en la mano. Era el estado de mi cuenta. Había perdido el 25 por ciento de los ahorros de toda mi vida en una sola mañana. No pronuncié palabra por un momento. “Como su inversión es pequeña sus pérdidas son menores”, intentó consolarme Mauricio. No sabía si desahogar mi indignación contra él o contra los malditos cuadros. Por dentro me maldecía por haber caído en la tentación, por dármelas de rico. Recompusimos el paquete para no seguir perdiendo al mismo ritmo. En algún momento le dije a Mauricio que quería retirar como fuera lo que me quedaba, pero él me explicó que no debía hacerlo antes de cinco años, que eso implicaba penalidades grandes, que era mejor esperar a que la crisis cediera.
Salí deprimido, no bajé por el ascensor sino por la escalera. La gente del segundo piso hacía fila. La envidié. La del primer nivel salía feliz con su sanduchera. Yo me fui sin nada.
Nunca antes le había prestado atención al secretario del Tesoro de los Estados Unidos. Ahora tengo pesadillas con los ojos desorbitados de Henry Paulson. El calvo huye con mi dinero y no logro alcanzarlo por más que corro.
Ya es noviembre. Las últimas noticias hablan de la crisis del Citigroup, de miles de despidos en sus oficinas en un centenar de países, de su posible venta. Llamo a Mauricio. Le digo que quiero retirar lo que quede antes de que caiga también el gran banco de Nueva York desde 1812. ¡Admite pérdidas de diez mil millones de dólares!, le insisto. Me pide calma, ¡que aguante hasta Año Nuevo!
Lo confieso: Todos los días me levanto, pongo CNN y cruzo los dedos para que la economía gringa se recupere. El panorama internacional no cambia. En las calles de Bogotá tampoco. Se encienden y apagan las luces de Navidad. Los caminantes no dejan de hablar de la quiebra de miles de codiciosos por cuenta de las llamadas ‘pirámides’, bancos piratas que prometían duplicar los ahorros en cuestión de meses. Se les ve defraudados aunque la mayoría conscientes del riesgo que corrían. En cambio yo me sentía infalible. Apenas ahora leo que el Nobel de economía, Paul Krugman, había advertido cuatro años atrás que los especuladores estaban inflando las bolsas del mundo y que un día iban a explotar. “La crisis será cruel, brutal y larga”, se ufana ahora. Sal a la herida. ¡Saramago, mi escritor de cabecera, se burla en las páginas del diario en el que trabajo!: “Quienes leyeron ‘Ensayo sobre la ceguera’, tal vez abrieron los ojos para ver lo fundamental”. Les juro que leí la novela con esmero y eso me hace sentir más idiota.
1 comentario:
Excelente texto, Nelson. Mil felicitaciones. Como te dijo Argullol, lograste una muy buena tensión dramática.
Publicar un comentario